Poderes universales es la expresión utilizada en Europa Occidental desde la Edad Media para referirse al Pontificado y al Imperio, por cuanto ambos se disputaban el llamado Dominium mundi (dominio del mundo, concepto ideológico con implicaciones tanto terrenales como trascendentes en un plano espiritual), y mantenían con el resto de los agentes políticos una pretensión de superioridad, cuya efectiva plasmación en la realidad fue muy desigual, dada la existencia de factores como la dispersión territorial, el bajo nivel de desarrollo técnico y productivo del modo de producción feudal y la tendencia social y política del feudalismo a la descentralización del poder.

Frente al cesaropapismo del Imperio bizantino, la situación de Occidente desde la caída del Imperio romano supuso una posición excepcionalmente poderosa del Obispo de Roma, cuya condición de único patriarca en Occidente muy pronto se convirtió en un primado, a cuyo poder espiritual se añadía la aspiración al poder temporal sobre un territorio repartido entre cambiantes reinos germánicos de difícil definición, lo que le convertiría en una verdadera teocracia.

Su concreción territorial se pretendió extender desde la ciudad de Roma a la totalidad de Italia o incluso a todo el Imperio de Occidente, según la pseudo donación de Constantino). La restauración de una autoridad secular con pretensión universal no llegó hasta el año 800 con la coronación de Carlomagno, que inició el Imperio carolingio. La difícil convivencia de Pontificado e Imperio (regnum et sacerdocium) a lo largo de los siglos siguientes dio origen a la querella de las investiduras y a distintas formulaciones ideológicas (teoría de las dos espadas, Plenitudo potestatis, Dictatus papae, condenas de la simonía y el nicolaísmo).

Dada la influencia que ejercían los obispos sobre la gente de sus diócesis, los reyes pretendían tenerlos como “aliados”, pero desde su punto de vista político. Tener la posibilidad de elegirlos, (entregarles el cargo, es decir “investirlos”) prácticamente aseguraría su fidelidad. Así, el primer emperador Otón I que, dentro de su política para imponerse a sus súbditos feudales, se atribuye a sí mismo el derecho a nombrar (investir) a los obispos del Imperio, dio origen a la llamada querella de las investiduras. Los Papas no estuvieron nunca de acuerdo con la existencia de dicho derecho Imperial.

El Papa pretendía marcar la supremacía de la autoridad religiosa sobre el poder civil (lo que se ha venido denominando agustinismo político o también hierocracia), mientras que el Emperador pretendía derivar su cargo del antiguo Imperio romano (Translatio imperii), así como el hecho material de su capacidad militar para imponer su poder territorial e incluso tutelar la vida religiosa (tanto en los aspectos institucionales como los dogmáticos), a semejanza de su equivalente en Oriente.

La división del Imperio carolingio entre los herederos de Ludovico Pío, y el acceso de distintas dinastías a la dignidad imperial (otónidas, Hohenstaufen), debilitó el poder de los emperadores, sujetos a un sistema de elección que les hacía dependientes de un delicado juego de alianzas entre los dignatarios que alcanzaron el título de príncipe elector, unos laicos (príncipes territoriales, independientes en la práctica) y otros eclesiásticos (obispos de ciudades libres). No obstante, periódicamente se asistía a intentos de recuperar el poder imperial (Otón III, Enrique II), que en ocasiones llegaban a liderazgos espectaculares (Enrique IV, Federico I Barbarroja, Federico II Hohenstaufen).

Por su parte el fortalecimiento del poder papal había sido muy importante desde Gregorio Magno (Siglo VII-VIII) y contó con el decisivo apoyo del monacato que se extendió por todos los reinos europeos, sobre todo la orden de Cluny que tendría gran influencia desde el Siglo XI.

En territorio del Sacro Imperio, la oposición entre güelfos (que apoyaban al Papa) y gibelinos (apoyaban al emperador), presidió la vida política de Alemania e Italia desde el siglo XI hasta bien entrada la Baja Edad Media.

La confrontación continuó y en 1176 se llegó a la batalla de Legnano, la cual tuvo una repercusión crucial en la lucha que mantenía Federico Barbarroja contra las comunas de la Liga Lombarda (bajo la égida del Papa Alejandro III). Esa batalla fue un hito dentro del prolongado conflicto interno entre güelfos y gibelinos, y del todavía más antiguo existente entre los dos poderes universales: Pontificado e Imperio. Las tropas imperiales sufrieron una derrota humillante y el emperador Barbarroja se vio forzado a firmar la Paz de Venecia (1177) por la que reconoció a Alejandro III como Papa legítimo.

Texto tomado de Wikipedia del artículo Poderes universales, el día 10/12/2010 bajo licencia: Creative Commons Reconocimiento Compartir Igual 3.0